jueves, 17 de marzo de 2016

Carta a Simón Bolívar. (del libro El piar de un gorrión)

Carta a Simón Bolívar


          Amigo, Simón:
         Como somos venezolanos de nacimiento los dos, recibe un apretón de manos y unas palmaditas en la espalda con un fuerte abrazo, propio de nuestra expresión venezolanista[1].
         Yo sé que no te ofendes por mi emoción al saludarte. Quizá te complazcas. Y a lo mejor te sirva de aliento. Porque según cuenta la historia tus últimos días fueron un poco tristes. Por lo menos así lo reflejas en tu correspondencia de los últimos años donde manifiestas que no te quieren y que se han burlado de ti.
         Tú eres caraqueño y yo merideño. Y entre estas dos maneras existe una simpatía natural. El caraqueño representa la Capital y su hablar es cadencioso y agradable; el merideño personifica un poco al reflexivo y con su tono específico habla lo necesario. Para un merideño el capitalino impone respeto. Y tú para mí ofreces un respeto doble: primero, por ser caraqueño; y, después, por llevar el nombre de El Libertador. Título dado, por cierto, por primera vez en la ciudad de Mérida, en el año 1813, cuando venías triunfante desde Colombia en tu famosa Campaña Admirable.
         Voy a contarte cómo fue que oí hablar de ti. Y mostrarte mi admiración. Cuando era niño siempre veía un cuadro sobre ti que estaba en la pared de nuestro salón de clases. No entendía de quien se trataba. Pero en el cuadro aparecía un hombre de estatura mediana, más bien flaco, con patillas y con mirada seria. Tenía un piso de cuadritos, parecido a una tabla de jugar ajedrez, que simulaba estar muy limpio. Tu ropa era un tanto rara y colgaba de tu cintura una espada.
         Siempre miraba aquel cuadro y si me hubiesen preguntado quien era el personaje, con toda franqueza, no hubiese sabido contestar. Quizás me hubiese fijado en la leyenda y hubiese leído tu nombre para salir del paso y quedar bien.
         La maestra hablaba de vez en cuando de ti. Pero yo quedaba en las mismas. No sabía quien eras. A veces entre los niños de la escuela repetíamos la siguiente canción infantil: “Simón Bolívar nació en Caracas. Se echó un viento y mató cien vacas”. Esta canción la cantábamos y repetíamos en nuestros juegos de escolares, mas sin ninguna picardía. Se aprendía, simplemente. Cada vez que se decía soltábamos una carcajada.
         Fui creciendo y en todas partes oía hablar de ti. En el liceo los profesores siempre te citaban y cuando alguien daba un discurso salía a relucir un pensamiento tuyo.
         Tengo que confesarte que me parecías fastidioso. En todas partes estabas tu. Aunque nunca me incomodabas cuando te veía en el papel moneda o en el sencillo que llevaba para pagar el pasaje o tomarme un refresco al salir de la clase.
         Fue después de mucho tiempo que empecé a preocuparme por conocerte más. Empecé a leer sobre tu vida, sobre tus pensamientos, sobre tus viajes, y, hasta algunas de tus cartas, sobre todo después del atentado septembrino en Bogotá, donde se hace famosa Manuela Sáenz, a quien tu bautizas después con el título de “La libertadora de El Libertador”, pues te salvó del atentado.
         Tengo que decirte, amigo Simón, que encontré muchas maneras de cómo te presentaban. Algunos te ponían por las nubes, colocándote como una especie de semidiós. Para otros, tú eras una enciclopedia, todo lo sabías. Te presentaban como poeta, como escritor, como administrador, como político, como militar y estratega; como de todo lo que se pueda imaginar. Para esta presentación todo en ti era virtud, aun tus errores.
         No sé si te gustará lo que voy a decirte, pero creo que exageraban y exageran. Me hace recordar un dicho popular venezolano que dice “bueno el cilantro, pero no tanto”.
         Otros, como Madariaga y Germán Arciniegas, te desvirtúan, tal vez como buscando el justo medio, y te ponen un poco menos de la presentación anterior. Pero considero, que a la larga es bueno, porque nos hacen verte como de carne y hueso y no como el semidiós de la usanza de la mitología griega.
         Con deseos de saber más de ti me hice socio de la Sociedad Bolivariana. Y tengo que confesarte, al respecto, otra cosa: me decepcioné porque la mayoría toma esa asociación como un club. En vez de organizar jornadas de estudio sobre tu vida u otras facetas de la historia, sólo se limitan a asignar al orador para cualquier fecha patria. Y en el día asignado todos van a escuchar al orador, más repetitivo que estudioso, y a colocar una corona de flores, sin motivar al oyente a un estudio serio sobre la historia. Se vuelven fastidiosos.
         Quizás ni sepas qué es la Sociedad Bolivariana. Te lo voy a decir, rapidito: Después de tu muerte, en 1830, tu cuerpo permaneció fuera de Venezuela, tu patria natal, doce años. ¿Te acuerdas de la Cosiata? Bueno. Te ignoraron y te ignoraban. Esa indiferencia todavía la sufrías aun después de muerto. Total, muerto es muerto. ¿Para qué hacer honor a un muerto si en vida se le traicionó? En todo caso, pues, fue en el año 1842, que Rafael Urdaneta organizó el traslado de tu cuerpo a Caracas, fundando para esa ocasión una asociación que llevaba el nombre de “Gran Sociedad Bolivariana”, para traerte, primero; y, después, para perpetuar tu pensamiento al fijar las fechas más importante de la época de la Independencia, y con ello resaltar a los personajes de esta historia. Casi cien años después reorganizaron esa asociación. Hoy funciona en casi todos los estados de Venezuela, con el segundo objetivo, pues ya estabas en casa.
         ¿Qué pasó con tu idea de la Gran Colombia? Tú ya lo sabes: se desintegró y no avanzó. La Constitución de Cúcuta, del año 1821, ayudó a que así fuera. Más tarde la Convención de Ocaña no resolvió gran cosa, como se esperaba. No te voy a decir ningún nombre porque ya tú los sabes. Además me pueden decir chismoso y no quiero problemas. Mientras tanto en Venezuela no tenías muy buena imagen. En Europa menos que menos. Los de aquí se encargaban de desprestigiarte a nivel interno. Y en el exterior, ya tú sabes quién. Y eso que tu fuiste indulgente justamente con ese señor. No me comprometas. No quiero decirte nombres. Pero, perdóname, chico, tú mismo tuviste la culpa. Porque ese del que tu y yo sabemos se te alzó en el año 1813, en el Táchira. Y, ¿por qué no fuiste duro con él y si lo fuiste con el pobre Piar? Tus razones tendrías. Además, todos sabemos que ese mismo fue quien planificó el atentado de septiembre de 1828. Pero allá tu.
         Fue, precisamente, la división interna la que te lleva al fracaso y a la ruina. Tú lo sabes. Y fuiste su víctima. Tú mismo lo reconoces en tus cartas de tus últimos años. Por cierto, Simón, te tengo un chisme bueno. Hay un escritor colombiano que se llama Gabriel García Márquez que escribió un libro sobre tus últimos días. Lo tituló El General en su laberinto. A mí me gustó mucho. Me parece que es un libro muy bueno sobre la soledad y el sufrimiento interior de una persona que se sabe fracasada. Con esto a lo mejor te ofendo. Pero no es mi intención. Pero quiero decirte que hay gente que te quiere bien, a pesar de todo. Y ese librito podría verse como un homenaje para ti. Además, hay una frase que tu dijiste, sabiendo cómo estaban las cosas, por entonces, respecto a ti. Aquella de “Cristo, Don Quijote y yo, somos los tres más grandes majaderos del mundo”. Así que, no tienes porque disgustarte conmigo. Aunque, según algunos esta frase no es tuya, sino de Piar momentos antes de su ejecución. Pero, no me quiero meter en más dimes y diretes.
         Me estoy haciendo muy extenso. Pero esta cartica no se hace todos los días. Tenía que aprovechar. ¿No te parece?
         ¿Sabes qué? Se ha discutido mucho que tu lograste la independencia política. Pero que el problema es la independencia cultural. Leopoldo Zea y muchos otros que piensan sobre América Latina, así lo dicen. Creo, que tienen razón. No te molestes. Pero, fue necesario esto, primero, que lo que tu lograste. Claro, que había que empezar por algo. Y tu tuviste el coraje. Ahí está tu mérito.
         Tal vez te vuelva a escribir. No le prometo. Vamos a ver.
         Chao, Simón:
         Daniel




[1] Véase carta a Ángel Rosemblat, página 63.

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