jueves, 17 de marzo de 2016

PRESENTACIÓN

PRESENTACIÓN



         Con el título El piar de un gorrión se quiere continuar la idea del Cardenal Albino Luciani, después Papa Juan Pablo I, de escribir cartas personales a muchos personajes de la historia. Ya sean personajes de la literatura, autores de libros, filósofos y otros muchos, con los que se genera una especie de correspondencia. Como en todo tipo de carta familiar o de amigos se cuentan detalles propios de una relación de confianza. Se tutea a quienes se les escribe y se mantiene una estrecha comunicación. Hay una especie de confidencia y una especie de “complicidad y camaradería” propia de una familia, o propia de amigos. En ese estilo el Cardenal Albino Luciani hacía una carta de amigo a un personaje importante todos los meses y la publicaba en un medio de comunicación de masa. Mantenía una confidencia especial con ellos. Y era una especie de diálogo muy ameno. Era su manera. La consideraba muy útil, desde su óptica de pastor. Y consideraba que existen muchas maneras de Obispos: Unos, muy especializados y especialistas, manejan discursos y estilos de altura. Otros, son grandes ruiseñores que cantan las maravillas de Dios. Y otros, como él, que son como un gorrión que en la última rama del árbol eclesial tratan de decir algo en los muchos temas y vastísimos de la Iglesia. Son gorriones que pian, apenas.
         Guardando las distancias y respetando las ramas de cada ave, se pretende, con este libro, hacer otro tanto. Se quiere piar como el gorrión. Tal vez, es mejor el canto del ruiseñor. O quizás sea más bello el volar de un águila. Ciertamente. Pero no se le puede pedir al gorrión otro canto que no sea el suyo propio.
         Por eso se ha escogido este título para este libro, tomado de las palabras del entonces Cardenal de Venecia. Además porque se quiere continuar en ese estilo de piar. De hecho, la primera carta de este libro está dedicada al Cardenal Luciani.
         Las águilas que busquen sus compañeras. Los ruiseñores a los de su familia. Que los gorriones entendemos nuestro canto.

         Este libro está dedicado a los gorriones. 

Al Cardenal Albino Luciani. (del libro El piar de un gorrión)

Al Cardenal Albino Luciani

(después Papa Juan Pablo I)


         Amigo Albino Luciani:

         Cuando era joven estudiante, en ese afán de aprender más y de todo, pasó por mis manos un llibrito rojo de la B.A.C. titulado Ilustrísimos Señores, que era  una recopilación de algunos artículos tuyos, en los que conversabas con algunos autores o con algunos personajes de la literatura.
         Reconozco que al principio aquel libro no me llamaba mucho la atención. Quizás, porque pensaba que se trataría de pensamientos y doctrina de Papas o del Magisterio Eclesiástico. Y, automáticamente, me despertaba respeto. Y lo miraba como “cosa” de mucho valor, pero, también como “hueso duro de roer”. Era, por entonces, alumno de segundo año de filosofía. Y los temas de Iglesia me resultaban difíciles de comprender, a pesar de que me hallaba empezando el mundo de la formación sacerdotal. Y, hasta cierto punto, aquel librito me parecía, sin leerlo todavía, continuación del libro Ocho grandes mensajes, donde se recoge el pensamiento social de la Iglesia, desde la Rerum Novarum, del Papa León XIII, hasta la Octogesima adveniens, del Papa Pablo VI. Temas muy interesantes pero que no eran fáciles de digerir para un principiante de Seminario. Y que requieren mucha ciencia y conocimientos por ser demasiado profundos y con ciertas complicaciones sociales.
         De hecho, este último libro lo habíamos leído, pero habíamos quedado en las mismas. Aunque si habíamos comprendido que la “cuestión social” siempre ha sido preocupación de la Iglesia en todos los tiempos. Ya comprender esa realidad era un logro, aún cuando no supiéramos hablar en detalle de cada uno de esos ocho mensajes, por considerarlos de mucha profundidad y sentirnos incapaces de dominarlos.      Por esa misma línea nos parecía el libro Ilustrísimos Señores. Por lo menos, por el color y el diseño externo, era lo que nos parecía. Y, prácticamente ninguno del grupo se animaba a leerlo. Sólo nos despertaba respeto.
         Pero un buen día, me aventuré a hojearlo. Y con ello confirmé la certeza de aquel refrán popular de que “las apariencias engañan”. Aquel libro no era como suponíamos. Era más sencillo. Y confieso que quedé agradablemente impresionado de tu estilo catequético, sencillo y ameno.
         Allí, tu hablabas a un Charles Dickens, a un Mark Twain, a un Charles Péguy, a un Pinocho, y a muchos otros autores y personajes de la literatura. Y sacabas una lección. Y me pareció muy simpático tu estilo. No sé si original. Pero muy interesante. Sobre todo teniendo en cuenta que tú eras un Obispo cuando escribías tus artículos mensuales para “El Mensajero de San Antonio”. Al respecto, tu decías:

Mis alumnos se entusiasmaban cuando yo les decía: Ahora os voy a contar otra de las ocurrencias de Mark Twain. Temo en cambio, que mis diocesanos se escandalicen: “Un Obispo que cita a Mark Twain”. Quizá fuera necesario explicarles primero que, así como hay muchas clases de libros, hay también muchas clases de Obispos. Algunos, en efecto, parecen águilas que planean con documentos magistrales de alto nivel; otros son como ruiseñores que cantan maravillosamente las alabanzas del Señor; otros, por el contrario, son pobres gorriones que, en la última rama del árbol eclesial, no hacen más que piar tratando de decir algún que otro pensamiento sobre temas vastísimos. Yo, querido Twain pertenezco a esta última categoría”.

         Y, sabes, mi amigo Albino Luciani (espero que no te ofendas porque te tuteo), después de siete largos años volví a leer la recopilación de tus artículos publicados en el libro que ya te tengo dicho, porque me gustó mucho la primera vez. Y te confieso que me gusta tu estilo. Me parece muy amena tu manera de enseñar, si tenemos en cuenta aquello de que “así como hay muchas clases de libros, hay muchas clases de Obispos”. Y, además, “entre gustos y colores no han escrito los autores”.
         Si no te ofendes, pretendo desde hoy copiar tu manera para, por lo menos, piar como el gorrión. Ya, de hecho, te estoy copiando con este estilo que es muy tuyo.
         ¿Sabes otra cosa? Recuerdo mucho tu simpática sonrisa. El mundo te recuerda como el Papa de la sonrisa. En esos pocos treinta y tres días que estuviste al frente del mundo cristiano católico, como Papa, todos se impregnaron de tu sonrisa y simpatía. Ahí si no te voy a poder copiar.
         Una ultima cosa. Hace poco estuve en Venecia. Apenas llegué a la plaza San Marcos pensé en ti. Sentí que conversaba contigo. Me sentí fascinado más por ese detalle que por toda la belleza que tiene Venecia. Te imaginé en el Palacio Arzobispal cuando eras Cardenal de Venecia, de donde saliste para Roma como Papa. Te imaginé en la Catedral. Te imaginaba caminando por el Palacio Ducal reviviendo tanta historia. Te imaginaba en la plaza observando el vuelo de las palomas. Perdóname mi atrevimiento pero sentí que la Catedral de Venecia no va contigo. Mucho colorido en esas piezecitas de mosaico del techo, del piso, de la entrada. Mucho de mucho. Bonito, sí. Pero, tú parecías menos de todo eso. Al menos, eso fue lo que capté de ti cuando te eligieron Papa. Y al menos eso es lo que descubrí cuando leí la recopilación de tus artículos. Yo sé que me entiendes. Te hago una confesión antes de despedirme: Me hice la promesa de volver a Venecia para dedicarme a escribir. Espero cumplirla. Dame una ayudita. Mueve tus contactos allá en Venecia. No me hagas reír. Claro que tienes tus conocidos y además no te lo van a negar...

Chao...

Daniel

Mario Moreno Cantinflas: (del libro El piar de un gorrión)

Mario Moreno Cantinflas


         Amigo Cantinflas:

         Recibe un saludo de... Porque... Así es como... La gente... O sea...
         Así quiero saludarte. Entrecortado, como es tu manera de hablar.
         Representas  al cine cómico mexicano. Cada película tuya contiene mucha enseñanza. Siempre interpretas al pobre, con tus pantalones casi caídos y tu franelita típica. En todas tus películas tu personaje se ve siempre en dificultades, pero siempre sale triunfante por la moraleja que dejas con tu estilo.
         La característica de tus actuaciones es tu humor y tu hablar entrecortado, que dice mucho pero que no dice nada. Pasas de un tema a otro enredando las cosas. Casi nunca das una respuesta concreta. Y ese detalle te hace muy simpático. A muchos nos gusta tu manera. Por lo menos a mí, me fascina. Sobre todo, porque rompes con el común de los protagonistas del cine, que suelen ser representaciones de héroes o de galanes que se arriesgan en aventuras o hazañas casi sobrehumanas. Algunos de ellos son impermeables a todo tipo de peligro. En cambio, tú eres el pobrecito de la partida, el de abajo. El que, por lo general, no tiene empleo o que “pasa las de Caín” para comer. O el que se ve en problemas por equivocaciones de los demás.
         Sale siempre a relucir tu llaneza y tu simplicidad. Siempre te haces amigo de las empleadas de los jefes, con más preferencia si son cocineras. Y así te acomodas. Por lo menos puedes comer un poquito mejor. Aunque con apuros para que no te descubran.
         Has interpretados muchos papeles. Desde un barrendero, pasando por un policía, hasta llegar a un sacerdote. Todas las películas llevan tu toque de humor característico y en todas comienzas de abajo. Allí están, quizás, tus enseñanzas: con un poco de honor y de buena voluntad, con mucha perseverancia se logra puestos, respeto y consideraciones.
         Tus películas son refrescantes. Sobre todo, dejan una nota de buen humor ante las adversidades de la vida. Pues todos tus temas son sobre un desventajado social y económicamente. Es curioso, casi nunca sales casado. Tal vez porque tu idea es representar a un cualquiera que ni siquiera tiene una posición social estable, que ni esposa ni tienes.
         Cada vez que tengo oportunidad de ver una película tuya, no lo pienso dos veces. La veo. Algunas las he visto muchas veces. Y las sigo viendo cada vez que puedo. Y cada vez descubro detalles interesantes que antes no había visto. Ahí está el detalle, por ejemplo. A mí me parece muy aleccionadora. Allí ridiculizas a los defensores de la ley y de la justicia humanas. La idea central de esta película es la muerte de un Boby. Boby se llamaba el primer novio que había tenido la esposa del jefe de tu novia. Que viéndolo bien, no era tu novia, sino la que te alimentaba de gratis. Y Boby también se llamaba el perrito de la dueña de la casa, o sea, de la patrona de tu “novia”. Y a ti te pusieron a escoger o si matar a Boby-perro o no comer. Tu novia te puso a escoger. Tenías que mostrarle el amor haciendo lo que ella le pedía. ¡Vaya manera de demostrar un amor! Sufriste en tomar una decisión. Pero más pudo tus ganas de comer, que ejecutaste al perro. Bien dice el refrán que “estomago lleno, corazón contento”.
         Resultaba, por entonces, que el esposo de la patrona de tu “novia” sospechaba que la patrona tenía un amante. Y un buen día el esposo decide darle una sorpresa. Finge una salida de negocios. Por cierto, que estaban al borde de la quiebra.
         Pero como tú siempre pagas los platos rotos de los demás, te confunden. Esa misma noche tu habías matado a Boby-perro. De lo contrario, no hubieras cenado ese día. Y esa misma noche Boby-hombre había planificado meterse a la casa de la patrona para chantajearla con unas cartas que ella le había mandado cuando eran novios y que no tenían fecha de envío. Boby-hombre quería aprovecharse de ella utilizando las cartas con amenazas de hacérsela llegar a su esposo con fecha reciente. La esposa no tenía alternativa. Todo fue como programado. Por un lado, tu mataste al perro; es decir, a Boby, y pudiste cenar otra vez. Por otro lado, el esposo ya había ido a hablar con la policía para que viniera a presenciar la traición de su esposa. La policía alegaba que era importante presenciar los hechos. ¡Vaya procedimiento!. Y por otra Boby, es decir, el hombre, ya se había metido en la casa a lograr lo que quería. ¡Y estaba a punto si no sucede lo que viene!
         Llega el esposo con su comitiva; es decir, la policía. Dentro de la casa estaban tú y tu novia, en la cocina. Tú comías. La patrona y Boby en la alcoba, forcejando verbalmente: que no, que sí. Que las cartas... ¡Canalla! ¡Que llega el patrón! ¡Sorpresa! Y a esconderse todo el mundo, es decir, tú y Boby. Claro, que ninguno de los dos sabía de la presencia del otro. Ellas no se esconden porque ellas estaban en su casa. Boby se esfuma. Nadie sabe dónde se mete. En cambio, a ti te esconden en un closet. Y allí te das un gusto que no te era permitido por tu economía. En el closet hay vino y abanos, es decir, cigarros. Ni corto ni perezoso te fumas un habano y destapas una botella. Mientras tanto la policía estaba en la sala esperando la señal del patrón que se había ido a la alcoba para dar la sorpresa. En la alcoba estaba sólo la esposa. Nerviosa, como era de suponer y con ello aumentaban más las sospechas del esposo. ¡Ajá! ¿Dónde está? ¿Quién? ¡Tu amante! ¡No me mientas! ¡Lo sé todo! Ella defendiéndose y él acusando, pero sin pruebas. Sólo sospechas. Sin embargo, ella se sabía descubierta.
         Después baja el esposo a la sala a decirle a la policía que se perdió el tiempo. No hay nada. ¡Disculpe! La policía insistía en que ella había ido a presenciar un adulterio y que no se irían sin antes haberlo visto. Y exigían que así fuera. Tú, en el closet, con tu botellita a medio acabar y con tu habano. ¡La buena vida y gratis! ¡Qué vida! En eso se siente el aroma del habano. Ni para saber qué te tenía más mariado, si el vino, o el humo del cigarro. Y te descubren. ¡Que salga! ¡Aquí estoy bien! ¡Mejor entre Usted, que aquí hay vino y habanos! ¡Que salga o lo mato! ¡Está bien! Sin violencia, que así se entiende la gente.
         Después el interrogatorio improvisado: ¿Qué hace Usted aquí? Yo nada. ¡Cómo que nada! Te lo voy a decir. Tú eres. Claro que soy. Y tú ¿quién eres? Te lo voy a explicar. Tú eres el amante de mi esposa. ¡Canalla! Inmediatamente sube el esposo a buscar a la esposa. Que lo encontramos. ¿Lo encontraron? ¡Confiesa! Y ella se la juega toda: claro, ese... Ese es mi hermano. ¿Tu hermano?. Y aquí comienza todo el enredo.
         Resulta que el hermano al que ella hacía referencia era el heredero de una fortuna de familia. De él iba a depender que los negocios del esposo no se declararan en quiebra definitiva. Y se cambian todos los intereses. Al esposo le convenía que así fuera. Más le convenía a la esposa, aun cuando no lo fuera. Y bajan a la sala. Este es. ¿Este? Sí. Tu hermano. ¿Cuál hermano? Tú. ¿Yo? ¡Hermano querido! ¿Cuál querido? ¡Abrázala! ¡Que no. Mire que... ! Hermano. Hermanita. Y abrazo. Conveniencias por todos lados: el esposo, la esposa, tú, la situación. Bueno. No hay otra. Eres el que dicen que eres, aun cuando no lo eras. Todos lo sabían. Por lo menos a todos les convenía creerlo. Y a darte la buena vida.
Y comienzan las complicaciones. Pues como no eras el que decían, aunque si lo eras, tienes que comenzar a asumir la vida del que decían que eras y no eras. ¡Vaya problema! Después se presenta la verdadera esposa con un ejército de hijos tuyos. ¡Papá! ¡Cuál papá! Después que hay que casarse. Que no me caso. O te casas, o... Está bien. Pero que conste... Y todo a punto para el matrimonio. Novia, invitados. Y el novio, es decir, tú. A la fuerza. No había otra. ¿Aceptas? No. ¡Cómo que no! En eso se presenta la policía. Y te alegras que llegue la policía. Te salvaste, por puro milagro, como se dice.
         Que vas preso porque mataste a Boby. Sí. Voy preso y con gusto. Por un lado te salvaste de aquella, pero la que se te avecina, parece peor. El juicio. El juez. Los abogados. La defensa. La acusación. ¿Mataste a Boby? Sí. Que no, la defensa. Que sí. Lo maté. Era un perro rabioso y con mal de rabia. Por eso lo maté. Lo confiesa. Sí. ¿En defensa propia? No. Ni se defendió. Movió la cola. No hay más. Es culpable. Confiesa haberlo hecho. Yo maté a Boby. Y el abogado defensor dice que no. Pero yo sí lo maté. Maté a Boby. Tal vez en esta parte esté la crítica que haces de la justicia humana.
         Hora de la sentencia. Cárcel. No hay más discusión. En eso aparece el verdadero hermano de la esposa del patrón. ¡Alto! Es inocente. Yo lo maté. Y en defensa propia. Además... Y todo un resultado favorable. ¡Menos mal! Y todos terminan hablando como tú: que si... o sea... que Boby... que lo maté... que el perro... que la cola... quién entiende... otra vez... ahí está el detalle.
         Amigo, Cantinflas: Gracias por tu buen humor. Y fino. Sin necesidad de muecas en la cara o de posiciones anormales. Gracias por la enseñanza que se esconde detrás de cada ocurrencia tuya. Gracias por la inteligencia de tu humor y por tu humor inteligente. Alguien dijo que el humor bueno y sano es inteligencia pura. Y tu dignificas el humor. Haces cátedra del humor. Y del bueno. Gracias por refrescarnos la vida con tus salidas y con tus películas.
         Voy a pedirte un favor: dame unas clasecitas para tener buen humor en la vida, porque quisiera encontrarle la sorpresa a la cotidianidad, para enamorarme de la rutina y para ayudar a que otros también lo hagan... Digo... o sea... porque... ¡Ahí es donde está el detalle!
         Chao, Cantinflas:

         Daniel

Don Quijote de la Mancha: (del libro El piar de un gorrión)

Don Quijote de la Mancha


         Sr. Don Quijote:

Ilustrísimo Caballero Andante:

         Al saludarte y al tutearte, quizá, te ofendas, pues eres el Caballero que ocupa el más alto sitial en las aventuras de tus imaginaciones. ¡Su majestad!  
         Soy como tu humilde escudero, Sancho. A lo mejor te rebajo al saludarte con mucha confianza. Es que así somos los de origen humilde: nos dan la mano y nos tomamos todo el brazo. Espero que no me reprendas por esta mi osadía de tutearte. Ya me imagino una lanzada tuya por mi atrevimiento y una refriega por mi abuso. ¡Y bien que me la merezco por no saber guardar las distancias! Pero sé, sin embargo, que tú eres de buen corazón y me sabrás perdonar.
         Cuando era estudiante leí tus aventuras. Me gustaban mucho. Las leí dos veces. Al extremo de dedicarme a leerte mientras algunos profesores daban sus clases de otras materias. Me estabas desquiciando a mí también. Desde entonces empecé a sentir mucha simpatía por ti.
         Tus muchas lecturas de libros de caballería tanto te desquiciaron el sano juicio que empezaste a creer que tú eras la continuación de ese oficio tan alto y beneficioso para la humanidad. Te propusiste, como consecuencias de las lecturas, vengar agravios, enderezar entuertos. Y te convertiste en el hombre de la justicia. Aunque, viéndolo bien, cada actuación tuya creaba una injusticia mayor de la que quería enderezar. Al punto de que te “salía lo roto por lo descosido”, como dice el refrán. O lo que es lo mismo a decir, que era “peor el remedio que la enfermedad”, a pesar de todas las insistencias de tu fiel escudero, Sancho Panza, quien trataba siempre de hacerte entrar en razón.
         Te empecinaste en que eras el Caballero más excelso de la historia. Te inspirabas en los grandes de ese oficio para copiar hazañas y superarlos en valentía y coraje. Pero todo te salía al revés. Te olvidaste que aquello sólo era ficción y fruto de tu imaginación y no la realidad. En vano resultaba llevarte la contraria.
         Todos te miraban con lástima y hasta se burlaban de ti. Tu facha y figura no invitaban a otra cosa. Tú, sin embargo, querías imponer respeto. Cosa que nunca lograbas. Sino, que más bien, despertaba la risa.
         Como inspiradora de tus aventuras pusiste a Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo. Te figuraste que era de una belleza única. A tal punto bella que la llamabas la de belleza sin par. Le cambiaste el nombre, como era tu costumbre con todas tus cosas. Al caballo le cambiaste el nombre. A ti mismo te cambiaste el nombre. Y no podía faltar la inspiradora de tus aventuras. La llamaste “Dulcinea del Toboso”. Y hacia ella iba toda tu inspiración. Y te referías a ella como “tu dulce enemiga”.
         Tu caballo, al que también le cambiaste el nombre, hacía pareja contigo. Tan flaco y débil como tú. Tal para cual. Rocinante lo bautizaste.
         Con todas tus locuras, se estaban dando en tu persona tres actitudes humanas, que valen la pena resaltar, amigo Quijote. Una: lo que creemos que somos. Dos: lo que creemos que los demás piensan que somos. Y tres: lo que en verdad somos. En tu caso concreto se aplican las tres. Una: tu creías que eras un Caballero Andante. Dos: tu veías que los demás pensaban que tu no eras un Caballero Andante. Y tres: eras en verdad un loco de remate. Pero como tu vivías según como tu creías, eras feliz, a pesar de todo. Cada hazaña que se volvía en contra tuya te dejaba mal parado. Pero acrecentaba la imagen que tú tenías de ti mismo. Y te consolabas con pensar que esa era la suerte para los hombres de tu oficio. Cada aventura tuya te alimentaba tu propia imagen. Y con ello le dabas fundamentos a los demás para convencerse que realmente estabas loco.
         Tu apariencia iba empeorando. Te fuiste quedando sin dientes y más flaco cada vez. Tanto que a tu fiel escudero se le ocurrió bautizarte como el “Caballero de la Triste Figura”. Así estarías. Pero tú te realizabas. Ese era tu mundo mental, hasta que te desquiciaste por completo. Pobre de ti, según los que te veían.
         A pesar de todo eso, me pareces un personaje muy interesante. Te movía la buena intención. Querías cobrar injusticias, aun cuando las crearas peores. Querías ser el hombre de bien. Así te salieran las cosas al revés. Me pareces un loco bueno. Y eso me hace reflexionar sobre los locos de nuestra sociedad, a quienes muchas veces los clasificamos de gente rara. Ahí está la gravedad de los que nos sentimos cuerdos.
         Es entonces la parte buena de Sancho Panza, tu escudero. Él te seguía en tu locura y te sabía comprender. Te ayudó a realizarte, muy a costa suya, ya que a él le tocaba siempre la peor parte en todas tus ocurrencias. Tú las inventabas. Y él sufría las consecuencias, como aquel brebaje que inventaste para curar los golpes y  morados, según tus recuerdos de una medicina milagrosa de tus lecturas.
         Fíjate, amigo Don Quijote. Ya sacamos una lección de aventura desventurada: “Cada Quijote necesita de un Sancho Panza”. Además, todos tenemos algo de ti: un poco de locos. Necesitamos tener a nuestro lado a un Sancho.
         A pesar de todo te envidio. Ya que tu viviste como te imaginaste. Un tanto extremista. Pero creo que necesitamos vivir según nuestra mentalidad. En cierta manera tener un poco de loco. Claro, no tanto como tú. Pero sí un poco para poder ser diferentes del común. Y arriesgarnos a ello.

         Chao, “Caballero de la Triste Figura”:


         Daniel

Carta a Pedro Apóstol: (del libro El piar de un gorrión)

Carta a Pedro Apóstol



Hola, Pedrito:

Quiero justificar de inmediato por qué te llamo Pedrito. Porque me eres simpático y porque eres como yo, en muchas de las cosas. A lo mejor sea una declaración de amistad muy directa. Pero es así. Tal vez, ni te consideres mi amigo. Pero yo me atrevo a considerar que sí.
         Pedrito, así te llamo. Y cuando pienso en ti, me digo siempre, así en demasiada confianza: este Pedrito, si que es especial.
         Te imagino al lado de Jesús de Nazareth. Siguiéndolo por todos lados, con la esperanza de un reino, al estilo David. Las cosas parecían que se te iban a poner buenas. Te alistas al nuevo líder. Este da el golpe y te acomodas. Pero Jesús hablaba de un reino que no se trataba de aquí, de la tierra. Y tu, y contigo todos los demás, se hacían ilusiones de un buen puesto. Pero no entendían. Y, entonces, tu y tus salidas típicas de una persona que tiene claro lo que quiere, y que no entiende otra cosa, de lo que se ve en la inmediatez. Jesús hablaba de un reino. Esa era la esperanza de todo Israel. Tú eres israelita. Luego, tenías las mismas esperanzas de ese reino. Ahí que tu te oponías a Jesús cuando él hablaba que tenía que ir a Jerusalén, sufrir, ser entregado y morir. ¿Cómo es posible? Y Jesús te regaña y te pone en tu lugar al decirte que te apartes porque no entiendes. Quedaste mal parado. Y eso que momentos antes, según nos dice el Evangelio de Marcos, tú dijiste que él era el Mesías, el que tenía que venir, el esperado. Se trataba, sin duda, de una salida inspirada por Dios en tu impulsividad. Dijiste lo que dijiste y no supiste lo que decías. Porque inmediatamente pones la torta.
         ¡Ay, Pedrito, Pedrito!
         Cada vez que Jesús hablaba que tenía que morir, tú intervienes. Te entiendo y te doy la razón. Y, ¿dónde queda, entonces, el reino? Y siempre sacas la peor parte. Allá, en el Huerto de los Olivos, por ejemplo. Vienen a llevarse preso a Jesús y tu sacas de una vez la espada para defenderlo y defenderse. Porque eso significaba que si se llevaban al jefe también irían sus acompañantes. Había que sacar la espada. Había que hacer una amenaza. Y tú lo hiciste. Y volviste a quedar mal parado. Otro regaño de Jesús. No era justo. ¿Qué le pasará a éste? ¿Qué se habrá creído? Tanto coraje tuyo, ¿para qué? Lo peor del caso, es que Marcos no dice que fuiste tu, sino que uno de los que allí estaban. Pero, el chismoso fue Juan. Tenía que rayarte al decir que habías sido tu. Te nombra. ¡Qué falta de compañerismo, no te parece! ¡Así andaban las cosas entre ustedes, qué se podía esperar!
         ¡Y no que ibas a ser fiel hasta el final si cuando te preguntan si eres del mismo grupo de ese que van sentenciar, lo niegas! ¡Un adulador eres lo que eres, Pedrito! Claro. Antes, todo. ¡Te estabas asegurando un puestesito para cuando se diera el golpe! Pero, cuando las cosas se complican, nada de nada. Ni lo conozco. ¡Ahora, sí!
         ¡Cómo son las cosas, amigo Pedro! Resulta que la cosa iba más allá. Tú tenías razón en tus salidas. Pero también las tenía Jesús. Iban por caminos diversos. Y allí es donde está todo el meollo. Jesús sabía lo que hacía. Te tenía, ciertamente, para un puesto y bueno. Tú aspirabas otro. Pero te dieron uno mejor, todavía. No te puedes quejar. Te saliste con la tuya. No resultaron en vano tus salidas e impulsividades, Pedrito.
         Ahora bien. Yo me veo en ti, Pedrito. Soy demasiado inmediatista. Veo las cosas que veo. Y no más allá. No tengo esa capacidad de mirar un poquito más allá de las circunstancias actuales. Soy impulsivo. A veces, me controlo, cuando veo clarito que me conviene quedarme tranquilo. Pero cuando no veo ninguna conveniencia exploto y digo lo que digo. Después me arrepiento. Casi siempre pongo la torta. Y me duele que sea así. Y, entonces, me hace sufrir. Y me lamento de mi impulsividad y de mi inmediatez. Y me digo pero por qué. Y enseguida me consuelo contigo, porque me digo, si Dios se fijó en mí, fue precisamente, a pesar de todo eso. Ahí está Pedrito. Tranquilo. Mírate en él. Y me alegro. Aun cuando no entienda muchas cosas y ponga la torta.
         Oye, Pedrito, gracias por estar con tus torpezas. Y creo que con todo lo que te rayaron los que cuentan los evangelios, es bueno para mí. Así que gracias a esos chismosos que te querían hacer quedar mal, yo quedo bien. Sin duda, existe en esa intención de los escritores una inspiración de Dios y una teología. Gracias en todo caso.
         Hasta luego, Pedrito:


         Daniel

Sancho Panza: (del libro El piar de un gorrión)

Sancho Panza


Mi querido Sancho Panza:

Al saludarte no sé cómo hacerlo. Eres demasiado sencillote y representas al común de los servidores fieles. Para muchos tú eres el pobre de la película y que el saca la peor parte.
         Como tú y yo nos entendemos, por ser del pueblo, creo que no hay palabras subidas para nuestro saludo. Quizá con un ¡hola qué tal! sea suficiente. Así que: ¡Hola, amigo Sancho!
Cuando era estudiante de bachillerato oí hablar de ti. Y las referencias que tenía no eran muy halagadoras, que digamos. Decían los profesores de literatura que eras la encarnación del hombre que no tiene aspiraciones. Te caracterizaban por ser gordo y que pensabas sólo en comida. Cuando pensábamos en ti, a muchos nos daba risa, al compararte con el bueno de la película que era tu amo Don Quijote. Por cierto que también le mandé una carta. Te lo digo para que no te vayas a disgustar cuando te enteres que también le escribí a él.
         Reconozco que en bachillerato no me interesaba tu historia. Colocaban al Quijote como el hombre de ideales. Y a ti como la contrafigura. Como quería salir del paso, a la hora del examen, me conformé con aprenderme algunas pequeñas cosas. En parte, porque el profesor iba muy deprisa. Y, en parte, porque a esa edad se es muy cómodo. No queremos complicarnos la vida con los estudios. Se estudia para pasar el examen. Y nada más.
         Fue cuando era estudiante del segundo año de filosofía que me entró curiosidad por leer tu historia. Y me volvía a reír. Pero ya no de ti, sino de tus ocurrencias. Me desarticulaba de la risa cuando pagabas los platos rotos por las ideas de tu patrón, quien tenía complejos de Caballero andante, en una época en que no era usual esa manera de aventuras. Recuerdo cuando en la manta te aventaron al aire. O cuando tuviste que tomar aquel brebaje que preparó el loco de tu amo y que te puso a botar por “ambas canales”, como aparece textualmente en el libro. Y todavía me da risa.
         Cuando era niño escuchaba esta expresión muy popular: “El hijo de la panadera”. Y con ella se indicaba que se era menos favorecido en muchas circunstancias de la vida. Si cualquier cosa salía mal le echaban a uno la culpa. Entonces, se decía: “Claro, como soy el hijo de la panadera”. O sea el pobretón. Y tu, amigo Sancho, en la obra de Cervantes, eres “el hijo de la panadera”. Tu siempre sacas la parte menos favorecida en cada actuación de Don Quijote, a quien se le ocurría ver gigantes donde sólo había molinos. O castillos donde no había más que una simple hospedería o venta. O ejércitos donde sólo existía un rebaño de ovejas. O hermosura sin par, donde no había tal belleza. Y a ti te tocaba sufrir las consecuencias de las insólitas ocurrencias de tu amo.
         No tenías derecho a opinar. A pesar de que siempre tenías la razón. Pero como el que sabía era el hidalgo Caballero, tus opiniones eran ignoradas.
         Poco a poco te fuiste convenciendo de la locura de tu amo, aunque al principio, el loco eras tú por creer semejantes inventos. Claro, tu situación no era muy buena. Tu amo te ofreció una ínsula para gobernarla tu solito. Y veía que esta ínsula era una buena oportunidad de mejorar tu suerte de labriego. Y es aquí donde muchos te clasifican como un interesado.
         Pero pienso, a pesar de que digan todo eso y más, tú eras más cuerdo que cualquiera que presuma serlo. Pues tú eras realista. Ese era tu mundo. No había más allá. Esa era tu realidad. Para muchos y para el mismo Don Quijote tu representas la persona inoportuna y torpe. De allí proviene la famosa palabra “mentecato” que muchas veces utilizaba tu amo al referirse a ti. Sin embargo, tienes que reconocer, Sancho, que tú al comienzo era más loco que tu amo. Ya que se te podría aplicar el refrán aquel de que “es más loco el que anda con el loco que el loco mismo”. Porque le cree al loco. Y eso es una locura mayor. Y tu le creíste. No me lo vengas a negar. Claro que te diste cuenta allá en la Sierra Morena cuando tu amo le escribe una carta a su Dulcinea del Toboso y te manda que se la lleves. Y antes de partir hace algunas demostraciones para que tu le cuentes a Dulcinea. Es cuando tú lo bautizas como el Caballero de la Triste Figura, porque lo ves casi en cueros. Allí te convences que estaba loco. Y allí tu vuelves a ser cuerdo. ¡Al fin!
         ¿Sabes, Sancho? Mucha gente todavía hoy al referirse a los muchos Sanchos que hay en el mundo tiene la osadía de llamarlos “mentecatos” y se burlan porque consideran que no tienen ideales ni espíritu de superación. Pero se les olvida que los Sanchos, los como tú, con sus refranes y dichos populares, son más sabios. Ven lo que es. Y muchas veces es distinto de los castillos y gigantes de las aventuras de sus amos.
         ¿Sabes qué? Yo pienso que los Sanchos Panzas, los como tu, son necesarios en la sociedad. Son ellos los más realistas. Y tal vez demasiado. Si los Quijotes se dejaran guiar, o por lo menos escucharan las observaciones de los Sanchos, muchas cosas serían distintas. Lo que pasa es que como ellos, los amos como el tuyo, se creen que sólo ellos y nada más que ellos son los que saben y conocen. Y son los que tienen razón. Pero tú y yo sabemos que no es así. Dejémoslos que vean castillos donde solo hay una pequeña venta de arepas. Total. Somos los Sanchos.
         Se me ocurre algo, Sancho: vamos a formar un club de gente como tú y como yo. Que tal si lo llamamos los Sanchos, o la Sanchería. Piénsalo. Claro, que tú eres el Presidente vitalicio. ¡Piénsalo, vale!. Después hablamos. Pero no me dejes afuera. ¡Cuidado! Mira que el de la idea fui yo. No. Tranquilo, es jugando. Además yo sé que tú eres noble y buena gente. Pero por si acaso. No se sabe.

         Chao:

                   Daniel

Billo’s Caracas Boy: (del libro El piar de un gorrión)

Billo’s Caracas Boy



Amigo Billo Frometa:

Recibe un cordial saludo. Y un abrazo de amistad y de admiración.
         Desde niño escucho tus canciones con mucha satisfacción y alegría. La gente de mi ciudad bailaba con tus ritmos contagiosos. Cada diciembre tu contagiabas el ambiente. A cada regalo musical tuyo le subían el volumen a la radio. Y tarareábamos tus melodías.
         En la radio hacían programas con tus canciones todas las tardes, a las cinco. Y los sábados, desde las nueve de la mañana sintonizábamos una de las tantas estaciones que nos alegraba con tus bellas melodías. La casa se invadía de alegría. Mis hermanas hacían los quehaceres de la casa con mucho entusiasmo. Ellas también cantaban. Desentonadas, por supuesto. Pero igual cantaban. A veces improvisábamos un bailecito en medio de los oficios. A mí, por lo menos, me tocaba regar las matas o cualquier otro oficio el día sábado. Y lo hacíamos con una alegría contagiosa. ¡Oh, qué  bellos recuerdos, amigo Billo!
         En algunas estaciones de la radio realizaban programas contigo y con los melódicos. Alternaban. Una y una. Aquello era una fiesta familiar y un disfrute que no te puedo contar porque me emociono sólo con recordarlo.
         A pesar de haber crecido, nunca perdimos la simpatía hacia tu música. Por lo que respecta a mí, por lo menos. Tus ritmos: ya una guaracha, o un pasodoble, o un bolero, o una cumbia, o un merengue venezolano, etc.
         Pienso, amigo Billo, que con tu manera de ganarte la vida alegrabas la vida de mucha gente. Por lo menos a mi familia tú la hacías sentir muy especial y unida, sobre todo, los sábados. Y, así, ¡cuántos no olvidarían sus penas y fatigas con tus melodías! ¡Cuántas sonrisas no dabas a muchos rostros cansados por las faenas de todos los días! De hecho, tener en la casa un disco tuyo era un verdadero tesoro. Y bailar con tu ritmo una experiencia maravillosa. Aunque en mi casa no teníamos más que un radiecito. No nos podíamos dar el lujo de un tocadiscos de la época. Pero el radiecito era más que suficiente. ¡Para qué queríamos más!
         Yo sé que lo te voy a decir te va a hacer reír. No importa. Ahora, de viejo pude comprarme un equipito de sonido. Y uno de los primeros discos que me compré fue uno de los tuyos. Siempre lo escucho. Y mire, ¡cuánto disfruto escuchándolo! Y a veces en mi cuarto, sin que nadie me vea, echo mi bailaíta. Y disfruto más todavía. Porque hay en ese detalle una alegría vivida de niño. Hay un recuerdo maravilloso de familia. Hay inconscientemente un revivir mis días de muchacho peleón y alegre. Y feliz. Tú me vas a perdonar, si no sé cómo se baila bien una melodía tuya. Pero déjame bailarla a mi manera. La disfruto. Tal vez mucho. ¡No te lo imaginas!
         Quiero decirte una cosa: gracias por tu música. Gracias por tus composiciones. Gracias por la alegría. Gracias por esos días bonitos que pasaba mi familia, sobre todo mis hermanas, los días sábados. Aunque muchas veces nos llevábamos algún regaño por tu culpa. Pues como le subíamos el volumen al radiecito para poder escucharte en el patio o donde cada uno estuviera haciendo su oficio, nos olvidábamos que a Papá o a Mamá le perturbaba. Pero, sé que muy en el fondo, ellos también la disfrutaban a pesar de nuestras exageraciones.
         Perdóname si te exageré. Pero así era. Bueno te dejo. Quiero ir a colocar en el equipito aquella canción de “epa Isidoro, buena broma que me echaste”, y también, aquella que dice “y es que yo quiero tanto a mi Caracas, que le he pedido al poeta que le pusiera a mi verso toda su inspiración”. Chao. Te prometo que trataré de mejorar en el baile para no ofenderte. ¿Te parece? Chao, chao. Estoy apurado. Además, ¡antes de que se vaya la luz!
         Chaíto[1], pues:
         Daniel




[1] Véase carta a Ángel Rosemblat, página 63.