Al Cardenal
Albino Luciani
(después Papa Juan Pablo I)
Amigo Albino Luciani:
Cuando era joven estudiante, en ese afán de aprender más y
de todo, pasó por mis manos un llibrito rojo de la B.A .C. titulado Ilustrísimos Señores, que era una recopilación de algunos artículos tuyos,
en los que conversabas con algunos autores o con algunos personajes de la
literatura.
Reconozco que al principio aquel libro no me llamaba mucho
la atención. Quizás, porque pensaba que se trataría de pensamientos y doctrina
de Papas o del Magisterio Eclesiástico. Y, automáticamente, me despertaba
respeto. Y lo miraba como “cosa” de mucho valor, pero, también como “hueso duro de roer”. Era, por entonces,
alumno de segundo año de filosofía. Y los temas de Iglesia me resultaban
difíciles de comprender, a pesar de que me hallaba empezando el mundo de la
formación sacerdotal. Y, hasta cierto punto, aquel librito me parecía, sin
leerlo todavía, continuación del libro Ocho grandes mensajes, donde se recoge el pensamiento social
de la Iglesia ,
desde la Rerum Novarum ,
del Papa León XIII, hasta la
Octogesima adveniens, del Papa Pablo VI. Temas muy
interesantes pero que no eran fáciles de digerir para un principiante de
Seminario. Y que requieren mucha ciencia y conocimientos por ser demasiado
profundos y con ciertas complicaciones sociales.
De
hecho, este último libro lo habíamos leído, pero habíamos quedado en las
mismas. Aunque si habíamos comprendido que la “cuestión social” siempre ha sido
preocupación de la Iglesia
en todos los tiempos. Ya comprender esa realidad era un logro, aún cuando no
supiéramos hablar en detalle de cada uno de esos ocho mensajes, por
considerarlos de mucha profundidad y sentirnos incapaces de dominarlos. Por esa misma línea nos parecía el libro Ilustrísimos Señores. Por lo
menos, por el color y el diseño externo, era lo que nos parecía. Y,
prácticamente ninguno del grupo se animaba a leerlo. Sólo nos despertaba
respeto.
Pero un buen día, me aventuré a hojearlo. Y con ello confirmé
la certeza de aquel refrán popular de que “las apariencias engañan”. Aquel
libro no era como suponíamos. Era más sencillo. Y confieso que quedé
agradablemente impresionado de tu estilo catequético, sencillo y ameno.
Allí, tu hablabas a un Charles Dickens, a un Mark Twain, a
un Charles Péguy, a un Pinocho, y a muchos otros autores y personajes de la
literatura. Y sacabas una lección. Y me pareció muy simpático tu estilo. No sé
si original. Pero muy interesante. Sobre todo teniendo en cuenta que tú eras un
Obispo cuando escribías tus artículos mensuales para “El Mensajero de San
Antonio”. Al respecto, tu decías:
“Mis alumnos se entusiasmaban cuando yo les decía: Ahora os voy a contar
otra de las ocurrencias de Mark Twain. Temo en cambio, que mis diocesanos se
escandalicen: “Un Obispo que cita a Mark Twain”. Quizá fuera necesario
explicarles primero que, así como hay muchas clases de libros, hay también
muchas clases de Obispos. Algunos, en efecto, parecen águilas que planean con
documentos magistrales de alto nivel; otros son como ruiseñores que cantan
maravillosamente las alabanzas del Señor; otros, por el contrario, son pobres
gorriones que, en la última rama del árbol eclesial, no hacen más que piar
tratando de decir algún que otro pensamiento sobre temas vastísimos. Yo,
querido Twain pertenezco a esta última categoría”.
Y, sabes, mi amigo Albino Luciani (espero que no te ofendas
porque te tuteo), después de siete largos años volví a leer la recopilación de
tus artículos publicados en el libro que ya te tengo dicho, porque me gustó
mucho la primera vez. Y te confieso que me gusta tu estilo. Me parece muy amena
tu manera de enseñar, si tenemos en cuenta aquello de que “así como hay muchas
clases de libros, hay muchas clases de Obispos”. Y, además, “entre gustos y
colores no han escrito los autores”.
Si no te ofendes, pretendo desde hoy copiar tu manera para,
por lo menos, piar como el gorrión. Ya, de hecho, te estoy copiando con este
estilo que es muy tuyo.
¿Sabes otra cosa? Recuerdo mucho tu simpática sonrisa. El
mundo te recuerda como el Papa de la sonrisa. En esos pocos treinta y tres días
que estuviste al frente del mundo cristiano católico, como Papa, todos se
impregnaron de tu sonrisa y simpatía. Ahí si no te voy a poder copiar.
Una ultima cosa. Hace poco estuve en Venecia. Apenas llegué
a la plaza San Marcos pensé en ti. Sentí que conversaba contigo. Me sentí
fascinado más por ese detalle que por toda la belleza que tiene Venecia. Te
imaginé en el Palacio Arzobispal cuando eras Cardenal de Venecia, de donde
saliste para Roma como Papa. Te imaginé en la Catedral. Te
imaginaba caminando por el Palacio Ducal reviviendo tanta historia. Te
imaginaba en la plaza observando el vuelo de las palomas. Perdóname mi
atrevimiento pero sentí que la
Catedral de Venecia no va contigo. Mucho colorido en esas
piezecitas de mosaico del techo, del piso, de la entrada. Mucho de mucho.
Bonito, sí. Pero, tú parecías menos de todo eso. Al menos, eso fue lo que capté
de ti cuando te eligieron Papa. Y al menos eso es lo que descubrí cuando leí la
recopilación de tus artículos. Yo sé que me entiendes. Te hago una confesión
antes de despedirme: Me hice la promesa de volver a Venecia para dedicarme a
escribir. Espero cumplirla. Dame una ayudita. Mueve tus contactos allá en Venecia.
No me hagas reír. Claro que tienes tus conocidos y además no te lo van a
negar...
Chao...
Daniel
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