jueves, 17 de marzo de 2016

Al Cardenal Albino Luciani. (del libro El piar de un gorrión)

Al Cardenal Albino Luciani

(después Papa Juan Pablo I)


         Amigo Albino Luciani:

         Cuando era joven estudiante, en ese afán de aprender más y de todo, pasó por mis manos un llibrito rojo de la B.A.C. titulado Ilustrísimos Señores, que era  una recopilación de algunos artículos tuyos, en los que conversabas con algunos autores o con algunos personajes de la literatura.
         Reconozco que al principio aquel libro no me llamaba mucho la atención. Quizás, porque pensaba que se trataría de pensamientos y doctrina de Papas o del Magisterio Eclesiástico. Y, automáticamente, me despertaba respeto. Y lo miraba como “cosa” de mucho valor, pero, también como “hueso duro de roer”. Era, por entonces, alumno de segundo año de filosofía. Y los temas de Iglesia me resultaban difíciles de comprender, a pesar de que me hallaba empezando el mundo de la formación sacerdotal. Y, hasta cierto punto, aquel librito me parecía, sin leerlo todavía, continuación del libro Ocho grandes mensajes, donde se recoge el pensamiento social de la Iglesia, desde la Rerum Novarum, del Papa León XIII, hasta la Octogesima adveniens, del Papa Pablo VI. Temas muy interesantes pero que no eran fáciles de digerir para un principiante de Seminario. Y que requieren mucha ciencia y conocimientos por ser demasiado profundos y con ciertas complicaciones sociales.
         De hecho, este último libro lo habíamos leído, pero habíamos quedado en las mismas. Aunque si habíamos comprendido que la “cuestión social” siempre ha sido preocupación de la Iglesia en todos los tiempos. Ya comprender esa realidad era un logro, aún cuando no supiéramos hablar en detalle de cada uno de esos ocho mensajes, por considerarlos de mucha profundidad y sentirnos incapaces de dominarlos.      Por esa misma línea nos parecía el libro Ilustrísimos Señores. Por lo menos, por el color y el diseño externo, era lo que nos parecía. Y, prácticamente ninguno del grupo se animaba a leerlo. Sólo nos despertaba respeto.
         Pero un buen día, me aventuré a hojearlo. Y con ello confirmé la certeza de aquel refrán popular de que “las apariencias engañan”. Aquel libro no era como suponíamos. Era más sencillo. Y confieso que quedé agradablemente impresionado de tu estilo catequético, sencillo y ameno.
         Allí, tu hablabas a un Charles Dickens, a un Mark Twain, a un Charles Péguy, a un Pinocho, y a muchos otros autores y personajes de la literatura. Y sacabas una lección. Y me pareció muy simpático tu estilo. No sé si original. Pero muy interesante. Sobre todo teniendo en cuenta que tú eras un Obispo cuando escribías tus artículos mensuales para “El Mensajero de San Antonio”. Al respecto, tu decías:

Mis alumnos se entusiasmaban cuando yo les decía: Ahora os voy a contar otra de las ocurrencias de Mark Twain. Temo en cambio, que mis diocesanos se escandalicen: “Un Obispo que cita a Mark Twain”. Quizá fuera necesario explicarles primero que, así como hay muchas clases de libros, hay también muchas clases de Obispos. Algunos, en efecto, parecen águilas que planean con documentos magistrales de alto nivel; otros son como ruiseñores que cantan maravillosamente las alabanzas del Señor; otros, por el contrario, son pobres gorriones que, en la última rama del árbol eclesial, no hacen más que piar tratando de decir algún que otro pensamiento sobre temas vastísimos. Yo, querido Twain pertenezco a esta última categoría”.

         Y, sabes, mi amigo Albino Luciani (espero que no te ofendas porque te tuteo), después de siete largos años volví a leer la recopilación de tus artículos publicados en el libro que ya te tengo dicho, porque me gustó mucho la primera vez. Y te confieso que me gusta tu estilo. Me parece muy amena tu manera de enseñar, si tenemos en cuenta aquello de que “así como hay muchas clases de libros, hay muchas clases de Obispos”. Y, además, “entre gustos y colores no han escrito los autores”.
         Si no te ofendes, pretendo desde hoy copiar tu manera para, por lo menos, piar como el gorrión. Ya, de hecho, te estoy copiando con este estilo que es muy tuyo.
         ¿Sabes otra cosa? Recuerdo mucho tu simpática sonrisa. El mundo te recuerda como el Papa de la sonrisa. En esos pocos treinta y tres días que estuviste al frente del mundo cristiano católico, como Papa, todos se impregnaron de tu sonrisa y simpatía. Ahí si no te voy a poder copiar.
         Una ultima cosa. Hace poco estuve en Venecia. Apenas llegué a la plaza San Marcos pensé en ti. Sentí que conversaba contigo. Me sentí fascinado más por ese detalle que por toda la belleza que tiene Venecia. Te imaginé en el Palacio Arzobispal cuando eras Cardenal de Venecia, de donde saliste para Roma como Papa. Te imaginé en la Catedral. Te imaginaba caminando por el Palacio Ducal reviviendo tanta historia. Te imaginaba en la plaza observando el vuelo de las palomas. Perdóname mi atrevimiento pero sentí que la Catedral de Venecia no va contigo. Mucho colorido en esas piezecitas de mosaico del techo, del piso, de la entrada. Mucho de mucho. Bonito, sí. Pero, tú parecías menos de todo eso. Al menos, eso fue lo que capté de ti cuando te eligieron Papa. Y al menos eso es lo que descubrí cuando leí la recopilación de tus artículos. Yo sé que me entiendes. Te hago una confesión antes de despedirme: Me hice la promesa de volver a Venecia para dedicarme a escribir. Espero cumplirla. Dame una ayudita. Mueve tus contactos allá en Venecia. No me hagas reír. Claro que tienes tus conocidos y además no te lo van a negar...

Chao...

Daniel

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