Carta al Papa Juan Pablo II
¡La bendición!
... ¡La bendición!
Así te saludo,
monseñor. Y perdón de entrada por no llamarte ¡Su Santidad!, sino monseñor. Sé
que puede resultar ofensivo, pero tiene toda una intencionalidad y una línea de
pensamiento. Déjame explicarme, por favor. Sé que tendrás paciencia y que me
sonreirás con esa simpatía tan única de tu personalidad cuando me haya
explicado. Por lo menos, sé que me escucharás. De eso tengo la absoluta
certeza.
Primero lo primero. Te pido la bendición. Los venezolanos les pedimos
la bendición a los sacerdotes, ya sea Obispo o un curita de pueblo o de barrio.
Total, es sacerdote. Y no estoy diciendo nada que no esté en lo canónico.
Pedimos la bendición, cada cual según la región del país. Unos la piden
juntando las dos manos. Otros la piden cruzando un brazo o los dos brazos en el
pecho. Otros la piden sin ningún gesto, sino solo de palabra, a secas. Pero en
todos los casos, con una gran sinceridad y respeto. Sin duda. De hecho, cuando
tú viniste por primera vez a Venezuela, ese detalle de pedir la bendición te llamó
la atención. Así lo resaltaste en una de tus intervenciones de esa visita y lo
hiciste como detalle bonito para resaltar algo de nuestra idiosincrasia. ¡Qué
bonito eras!
Y perdón nuevamente… Pero los venezolanos cuando queremos detallar que
algo es muy tierno o que nos flecha por su originalidad, decimos que fulano o
tal cosa es linda, o bonita… Así en tu caso… Ese detalle bonito te hace muy
lindo o muy bonito, porque refleja la grandeza del que resalta el detalle como
tal…
Segundo: te llamo monseñor.
Así se les suele llamar, con ese título, a todos los Obispos. Aunque
también se les llama así a los sacerdotes que reciben ese nombramiento por la
edad, sobre todo, y como reconocimiento se les da el pertenecer a lo que en
Derecho Canónico pertenecen a la familia pontificia. Pero, en el caso de los
Obispos, es la manera natural por derecho de llamarlos. En tu caso, es igual.
Tú eres un Obispo. Y que pasas a recibir el nombre de Su Santidad, por ser el
Obispo natural de Roma, y por ello, el representante máximo de la Iglesia. De hecho, en
el Derecho Canónico se le llama “Romano
Pontífice”[1].
El solo hecho de ser el Obispo de Roma, te hace Papa. O sea, el jefe. Por lo
menos es lo que se dice en el Código de Derecho Canónico en los cánones
332-333. Y en cuanto a que tiene que ser Obispo, ya lo dice el mismo canon 332,
de que, si “carece del carácter
episcopal, ha de ser ordenado Obispo inmediatamente”; mientras que si “el elegido para el pontificado supremo que
ya ostenta el carácter episcopal, obtiene esa potestad desde el momento de su
aceptación”. No dice más, de sí es más que Obispo, u otro carácter que no
existe en el Orden sacerdotal. Solamente “Obispo”. Por supuesto, que hay una
añadidura disciplinaria, y es que quien asiste al “conclave” para elegir o ser elegido
Papa, tiene que ser Cardenal. Pero Cardenal, no es otra cosa que el
representante de los Obispos de un país, o los que ostenten ese título en toda
la organización de la curia romana. Pero no dice nada el Derecho Canónico de
qué título se le debería dar al “Romano
Pontífice”. Se le suele llamar “Su Santidad”… Pero, perdón el abuso de
confianza, prefiero “monseñor”, a secas y sin más protocolos…
Y al llamarte así estoy haciendo correspondencia a la gran simpatía que
tú inspirabas. Verte en los afiches que hacían de ti, o mirar las noticias en
donde decían algo tuyo, era muy refrescante. Se sentía uno muy a gusto mirarte.
Inspirabas mucha dulzura. Era bonito mirarte.
Eres, realmente, un mundo de cosas. Inspirabas cariño, respeto, dulzura
y muchas cosas bonitas. La gente se enloquecía con tus muchos detalles. No sólo
porque eras el Papa, o el “Romano Pontífice”, como ya dijimos, sino porque se
te veía que amabas en profundidad ser lo que eras: el Vicario de Cristo en la
tierra. Se te salía por los poros. Eras una experiencia sublime de contacto
humano enriquecedor. Tal vez significó para la Iglesia Católica un gran
impulso al acercarse a todos los hombres. Los entendidos llaman a eso la misión
"ad gentes", y la misión "ad intra", en la misión de
evangelizar y de servir a los hombres de hoy con los medios e instrumentos de
hoy. Tú has sido para los hombres y mujeres de ese tiempo una gran bendición.
Visitaste casi todos los países y en todos llegabas con tu frescura y don de
gente.
Son muchas las ideas y las emociones que se cruzan por la cabeza…
Quisiera hablarte de este detalle o de aquel otro, y se me aglomeran las ideas,
y no logro ordenar lo que quiero decirte. Pero no quiero hacerme extenso,
aunque es bonito recordar los impactos positivos que produjiste cuando pediste
perdón por los errores de la inquisición[2],
por ejemplo. Así lo decías en aquel famoso documento como Preparación del
Jubileo del año 2000[3],
cuando decías, que:
Así es justo que, mientras el segundo Milenio del
cristianismo llega a su fin, la
Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus
hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la
historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo
al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe,
el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de
antitestimonio y de escándalo.
Por supuesto, que sin caer en lo que en el estudio de la
historia se suele llamar “anacronismo
histórico”, como lo dejas claro en el mismo documento preparatorio del
jubileo, al decir que:
Es cierto que un correcto juicio histórico no puede
prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del
momento, bajo cuyo influjo muchos pudieron creer de buena fe que un auténtico
testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos
su marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de
premisas de intolerancia, alimentando una atmósfera pasional a la que sólo los grandes
espíritus verdaderamente libres y llenos de Dios lograban de algún modo
substraerse. Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa
a la Iglesia
del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que
han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su
Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde
mansedumbre. De estos trazos dolorosos del pasado emerge una lección para el
futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener buena cuenta del principio de
oro dictado por el Concilio: « La verdad no se impone sino por la fuerza de la
misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas » (35).
Perdón que me
haya extendido en las citas, pero es que me emociono y pierdo el control…
Además, son muchos los detalles…
Recuerdo,
también, tu primera visita a Venezuela. Aquello fue una experiencia muy bonita…
¿Sabes una
cosa?
Sufrimos mucho
con las noticias de tus semanas largas de enfermedad… Seguíamos los noticieros.
A muchos se les hacía imposible pensar que te fueras a morir. Eso nos parecía
imposible. Por cierto, que en esos días, un familiar mío lloraba y le prendió
varias velas al Dr. José Gregorio Hernández, un beato venezolano y al que se le
pide intercesión en momentos difíciles de salud, para que te recuperaras. Yo le
dije, que tú estabas muy enfermo, según decían las noticias, y que según el
proceso natural del cuerpo humano tú estabas agonizando y te ibas a morir. Me
peleó y se disgustó mucho porque le dije eso. Eso no podía ser, según él. Y
lloró más porque yo le decía esa crueldad. Le expliqué que así es la
naturaleza… es caduca… y que tú, ciertamente, eras Papa, pero que eras un ser
humano, también sometido a las leyes naturales, y que en ti se estaba dando esa
realidad… No eras la excepción… No me habló más esa noche y se fue a dormir muy
molesto conmigo… Al día siguiente, en la noche, a la hora de la cena, me dijo
lo siguiente: “¿Sabe, qué?,,, Usted tiene
razón… Ahora le prendí una vela a José G. Hernández para que ayude a bien morir
al Papa… y que no sufra tanto…”
Son muchas las
cosas que podríamos seguir tratando, pero, así esta bueno…
Y gracias…. ¡Y, la
bendición, monseñor…!
Chao:
Daniel…
[1] Cfr. Canon 330 y siguientes.
[2] Cfr. Carta dirigida por el Papa Juan Pablo II
al cardenal Roger Etchegaray con motivo de la publicación de las «Actas del
Simposio Internacional "La inquisición"». Ciudad del Vaticano,
martes, 15 junio 2004.
[3]
Carta apostólica, “Tertio millennio adveniente”, del Sumo Pontífice Juan Pablo II
al episcopado al clero y a los fieles, como preparación del jubileo del año
2000. Vaticano, 10 de noviembre del año
1994.
No hay comentarios:
Publicar un comentario